El filósofo Jorge Riechmann:
"Límites al crecimiento del PIB (“decrecimiento”), a la quema de
combustibles fósiles, la movilidad a gran escala, la ocupación de suelo,
la extracción de minerales.... Pudiera parecer una verdad de
perogrullo, pero actualmente este enunciado no figura en las agendas
oficiales, ni tampoco (en muchas ocasiones) en las “alternativas”. “El
intento de crecer sin límites, en un planeta finito, lleva al colapso
ecológico-social. Casi toda mi vida ha girado en torno a un enunciado
tan sencillo: una obviedad”, confiesa el filósofo, matemático y profesor
de Filosofía Moral en la Universidad Autónoma de Madrid, Jorge
Riechmann. Por eso escribió en 2012 que al socialismo sólo se puede
llegar en bicicleta. Tres años después argumentó en otro ensayo sobre
“la construcción cultural que necesitamos”. Actualmente plantea un
ecosocialismo “descalzo”, y en un libro recientemente publicado por
Catarata trata de responder a la provocadora pregunta del título:
“¿Derrotó el smarthpone al movimiento ecologista?” Ya en la portada
avanza -en el mismo subtítulo- la reflexión de las 350 páginas
siguientes: “Para una crítica del mesianismo tecnológico”.
Algunas
cifras apuntadas por el autor justifican la pregunta central del texto.
España contaba, en marzo de 2016, con 50,68 millones de líneas de
teléfono móvil, lo que representaba un récord europeo (109 por cada 100
personas). En la posesión de smarthpones el estado español bate asimismo
casi todos los registros, pero a escala mundial (sólo se sitúa por
delante Singapur). Según un estudio de Global Web Index, los españoles
pasan más de seis horas diarias (de promedio) conectados a Internet.
Otra encuesta, “Perspectivas de futuro de la sociedad” (diciembre de
2013), constata la “tecnolatría” y la insensibilidad hacia los límites.
El 92% de los españoles entrevistados consideraba probable que en los
próximos 20-30 años habría que reducir de modo drástico el uso de
combustibles fósiles; pero del citado porcentaje, sólo el 23,8% pensaba
que se produciría una situación de escasez energética y una crisis
económica. Es decir, podría mantenerse el ritmo de vida actual. La razón
es que los encuestados confiaban en una solución basada en las energías
renovables, o de estas más la energía nuclear, o en nuevos inventos
tecnológicos. “Ésa es la fe ciega, irracional, en la tecnología que está
velando los ojos de la mayoría social”, lamenta Riechmann (...)
En el libro que Jorge Riechmann ha presentado en la Librería Primado de
Valencia proliferan los ejemplos. Uno de los más connotados es el del
inventor estadounidense y director de ingeniería de Google, Raymond
Kurzweil, quien confía en un aumento explosivo del conocimiento que
lleve al ser humano a la omnipotencia: emanciparse del mundo material y
de su condición de organismo biológico. Nada menos. “El mesianismo de
Silicon Valley deja muy atrás lo que en el pasado han prometido la
mayoría de los santones y profetas”. Toda una ideología, el
transhumanismo, pondera los avances de la tecnociencia hasta hacer
posible -supuestamente- la Superinteligencia, la Superlongevidad y el
Superbienestar del ser humano.
El autor constata el nihilismo y
la ausencia de límites que atraviesa a la tecnociencia. El ser humano
es finito, mortal, limitado y ante esta realidad caben dos opciones: la
compasión, la 'paideia' y la participación política en movimientos
emancipatorios o, por el contrario, arrebatarse con la ingeniería
genética, la nanotecnología y la biología de síntesis (...)
Jorge Riechmann advierte de
la disparatada aspiración a la trascendencia de las biotecnologías, la
computación y la robótica. “Somos en el fondo, y de forma muy especial,
simios sociales”, afirma el filósofo frente a las pretensiones
redentoras del transhumanismo. “Se ha conservado la unidad de la especie
humana desde que esta existe: 150.000 años”. Esto significa la
posibilidad de establecer un diálogo profundo que permite comprender la
experiencia del cazador magdaleniense o la campesina quechua. Es decir,
sentirse parte de una “tribu ampliada”: la de la especie humana, desde
los primeros caza-recolectores. El razonamiento de Reichmann concentra
toda la carga de profundidad en un aserto y una pregunta. “El antiguo
chamán asiático o la tejedora egipcia pertenecen a mi tribu”; pero, ¿y
el futuro “hombre biónico” dotado de capacidades extrahumanas? (...)
“¿Jugar a ser
dioses?”, se pregunta el autor, que en diferentes pasajes del libro cita
a Montaigne: “El ser humano no puede crear una lombriz y a pesar de
ello crea dioses por docenas”. Pero el mito del progreso ilimitado no es
sólo un discurso ni una filosofía legitimadora. Se encarna en proyectos
materiales, con su balance de costes y beneficios (...)
En el modelo vigente se incluye además el Internet
mercantilizado, con todas sus flagrantes contradicciones. Por ejemplo,
cuando Apple lanzó a la venta el iPad (“tablet” miniportátil) en 2010,
se conoció la realidad laboral de quienes lo fabricaban en las plantas
chinas de la empresa Foxconn: jornadas laborales de 16 horas diarias y
salarios base de aproximadamente 100 euros mensuales. ¿Dónde se sitúan
las verdaderas prioridades? “Nunca como hoy la humanidad ha vivido en un
planeta con más de 400 partes por millón de dióxido de carbono en la
atmósfera” (...)
A ello se agrega la rampante
“huella” ecológica y el impacto de la acción humana sobre el planeta. Un
modo original de plantearlo es con la metáfora de los “esclavos
energéticos”, que se basa en la traducción a fuerza de trabajo humano
del consumo de combustibles fósiles. Quiere demostrarse, así, que la
energía fósil barata es “el fundamento de nuestras ganancias, de
nuestros sueldos elevados y de unos bienes y servicios de bajo coste”
(Nathan John Hagens, en “La situación del mundo 2015 (un mundo frágil)”,
Icaria). En la Atenas Clásica 300.000 esclavos laboraban para 34.000
ciudadanos libres; la proporción en la Roma Imperial era de 130 millones
de esclavos-20 millones de ciudadanos. En la década de los 90 del siglo
XX, la proporción había aumentado sustancialmente: una veintena de
“esclavos energéticos”, por cada habitante del planeta. Pero se trata de
un promedio: a finales del siglo pasado el estadounidense común
empleaba ente 50 y 100 veces más energía que el bangladeshí medio"
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