"De hecho es imposible desligar este debate de la cuestión sistémica: ante la caída global de la tasa de ganancia, las élites de los Estados europeos –y en todo occidente– no van a mantener su poder sin un aumento considerable de la explotación de la fuerza de trabajo. Esto solo podría solucionarse mediante una devaluación todavía más profunda de la mano de obra nacional. Algo que realmente parece muy difícil sin implementar gobiernos de carácter fuertemente autoritarios y antidemocráticos. (De hecho las opciones austeritarias de salida de la crisis y la represión del descontento ya apuntan a este escenario).
Pritchett parece asumir este contexto y optar por el “mal menor”: hacer recaer esta pérdida de derechos en solo una parte de la población, los extranjeros. El “consenso nacional” y la estabilidad política ahora amenazados por las crisis –política, económica– serían posibles pues a partir de una refundación étnica de las comunidades europeas y la instauración de un sistema de apartheid institucionalizado. Se trataría de crear dos grandes clases sociales separadas: los nacionales con derechos y los que les sirven y únicamente cuentan en tanto que fuerza de trabajo –los de fuera–. Una suerte de impugnación de la modernidad revolucionaria desde 1789 en adelante, cuyo objetivo sería el restablecimiento de un poder neoliberal ya abiertamente racista. En este sentido, las políticas de gestión de la inmigración de la UE –de exclusión y guetización social de los migrantes– simplemente habrían sido un precedente, desatado ahora gracias al desplazamiento operado por la emergencia de los posfascismos. De hecho, las leyes de extranjería de la mayor parte de Europa están destinadas precisamente a conformar esta estructura dual, de carácter claramente étnico, del mercado de trabajo pero todavía operan bajo la promesa de que si uno da todos los pasos requeridos al final acabará siendo un igual.
La propuesta de Pritchett, además, no solo generaría un nuevo consenso ideológico, sino que se adaptaría perfectamente a los intereses de distintos grupos de interés económico: bancos, corporaciones o pymes “nacionales” que se beneficiarían del apartheid institucionalizado. Así como a pensionistas y ahorradores agrupados en fondos que extraerían los dividendos de la hiperexplotación de los “no europeos”. Para todos ellos, el “Plan Pritchett” se presenta como la gran solución: la instauración de una sociedad dual cuyos modelos principales podrían ser la Sudáfrica del apartheid, el Estado de Israel, o la Arabia Saudí que él mismo menciona. ¿Pero salvaría esta propuesta realmente la democracia aunque fuese para unos pocos?
Los dos primeros ejemplos han sido posibles sobre la base de la represión salvaje, la segregación espacial –e incluso la ocupación y la guerra–. En el caso de las monarquías árabes del Golfo Pérsico –que Pritchett pone como ejemplo– es muy significativo ya que precisamente en ellas está acreditado el carácter de trabajo esclavo de todo tipo al que ha dado lugar este sistema de apartheid. Hay que considerar además que allí la dualización social es “viable” porque las rentas petroleras permiten mantener a una clase media nacional más o menos generalizada separada materialmente de una masa de inmigrantes temporales sin ciudadanía y con niveles de salario y de vida muy inferiores. No hace falta insistir mucho en que algo así aquí es imposible. Nuestra estructura económica y la actual relación de fuerzas del capital con una clase media menguante y progresivamente proletarizada lo hacen totalmente inviable. Mantener amplios sectores de trabajadores sin derechos solo provocaría más competencia, más resentimiento y probablemente alentaría las tendencias fascistizantes que se pretenden conjurar con esta propuesta.
En realidad el peligro reside en que quizás bajo la retórica de controlar la inmigración para evitar a la ultraderecha, acabemos asumiendo formas fascistas de control de las poblaciones y de los conflictos que puedan llegar a producirse. No nos olvidemos de que el fascismo se ha definido históricamente como la introducción de prácticas coloniales de gestión de las poblaciones en el corazón de las antiguas metrópolis imperiales, como escribe Hannah Arendt.
La racialización o nacionalización de la ciudadanía es siempre un primer paso hacia un régimen dictatorial sobre los derechos y la movilidad de las fuerzas del trabajo"
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