Puesto a escuchar, llegó a descubrir que “cuando el hacha entra en el bosque, los árboles dicen: ¡Mira, el mango es uno de los nuestros!”
Una noche vio a un pastor derrumbado por una trompada; ese pastor, con todo el cielo arriba, supo que las estrellas son indiferentes.
Trajinando los secretos eslabones del vivir aprendió que si se pudiera dar un nombre a cada cosa que sucede, sobrarían las historias, estarían de más. Estaba convencido de que la vida, la vida de aquí abajo, “suele superar a nuestro vocabulario. Falta una palabra y entonces hay que relatar una historia.”
Un día Berger, John Berger –así se llama el entrañable–, no tuvo la palabra necesaria para lo que su imaginación desataba, y entonces escribió sobre un campesino que estaba en el pajar desnudo de la cintura para arriba; su carne sin sol parecía la de un hombre y la de un niño… Es Berger, ese John Berger el que ahora mismo nos está contando; escuchémoslo:
El hombre con la frente sobre el hule “lloró por todo lo que no podía volver a suceder. Lloró por su madre haciendo buñuelos de patatas. Lloró por ella podando los rosales del jardín. Lloró por su padre gritando. Lloró por el trineo que tenía de niño. Lloró por el triángulo de vello entre las piernas de Zuzanne, la maestra. Lloró por el olor de una mujer planchando sábanas. Lloró por el puchero de mermelada borboteando en el fogón. Lloró por su granja, en la que no había niños. Lloró por el sonido de la lluvia cayendo sobre las hojas de rubarbo y por su padre vociferando: ¡escucha eso! Lloró por el heno que quedaba por segar todavía. Lloró por los cuarenta y cuatro años que habían pasado y lloró por él mismo.”
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