Armando B. Ginés:
"El imperativo estructura nuestras sociedades posmodernas, aunque
ahora el emisor de la orden sea un conjunto de normas sin rostro
conocido. La orden se ha deshumanizado, diluyéndose la responsabilidad
ejecutiva en un conjunto ideológico anónimo. Se sabe que hay que
obedecer para mantenerse en una normalidad nebulosa. Somos conscientes
de que obedecemos de manera instintiva: si nadie nos mira o rehuye o
denuncia nuestra actitud con gestos de sorpresa o reproche, todo va bien
y el emisor gran hermano se siente satisfecho en su poltrona fuera de la realidad tangible.
Hoy, las órdenes se han estandarizado y despersonalizado,
interiorizando cada cual ese imperativo desleído y en apariencia neutral
que nos indica qué debemos hacer en cada momento. Nada conocemos del
emisor, de su presunta autoridad, de sus intereses, de sus capacidades,
de su historia. De algún modo, el binomio emisor-receptor se ha roto. La
ausencia de responsabilidad nos ha evaporado. La crisis es latente,
provocando un malestar donde la jerarquía no tiene nombre y el receptor
obedece sin rechistar ni posibilidad de expresar su oposición crítica
ante ninguna instancia carnal. El Otro se ha esfumado, a nadie se puede
culpabilizar de las situaciones creadas. El receptor es una isla
desconectada de la realidad: su entorno vital es un Yo a la deriva, un
sí mismo sumido en la neurosis de la duda permanente y el presente sin
expectativas.
La crisis del lenguaje también se detecta en las
vivencias cotidianas. Al salir al mundo diario, todo es una prescripción
de mensajes que nos obligan a sumergirnos en un espacio preconcebido de
emociones impuestas por la publicidad y la normalidad ideológica. El
control de la realidad resulta evidente: a cada paso un mensaje, órdenes
sutiles que mediante la sugestión y la repetición ahorman un mundo
manufacturado donde solo hay que seguir las flechas y las prohibiciones
para convertirse en un buen ciudadano. En apariencia, los trasiegos de
las urbes modernas dan la sensación de caos o libertad absoluta; estamos
ante un mar de voluntades guiadas por el impulso privado y el libre
albedrío tan caro al neoliberalismo en boga.
Sin embargo, ese
movimiento a millones de bandas muere en la obediencia ciega y
subliminal del cumplimento de los objetivos sugeridos por los mensajes
anónimos que vienen del gran hermano en la sombra. La meta de la
supuesta libertad de acción es hacer coincidir la voluntad dirigida
sibilinamente con la normalidad exigida por el emisor anónimo escondido
en la maraña de órdenes encubiertas dentro de la ideología hegemónica y
las normas subyacentes. Tal paradoja es invisible, formando una metáfora
social adherida al ser del hombre y la mujer contemporáneos.
Narrar la experiencia propia se hace imposible en este escenario
mediatizado por la anodina normalidad. Todos somos iguales en la
precariedad. El lenguaje se ha pervertido de tal manera que ya no es
efectivo ni útil para entendernos a nosotros mismos ni las relaciones
complejas que nos enlazan con el Otro. Las diferencias sustanciales que
marcaban las contradicciones en pugna (capital-trabajo, ciencia-mito y
similares) han dado paso a una diversidad en la normalidad, donde cada
cual exhibe su fatua idiosincrasia frente a otros colonizados por el
mismo espíritu gregario. Exaltando los gestos diminutos y las
diferencias accidentales creemos habitar sociedades plurales y libres.
No atisbamos en este teatro de gritos inconexos que vivimos en
comunidades donde las prohibiciones son santa y seña de nuestra vida
cotidiana.
Está prohibido salirse del río de la normalidad.
Prohibido bañarse en el pensamiento crítico. Prohibido inventar otros
mundos. Prohibido oponerse a la cultura dominante. Prohibido desvelar
que detrás de tantas prohibiciones hay un Otro que marca la vida hasta
en sus más pequeños significados. Se ha fracturado el diálogo real
entre los emisores y receptores de órdenes.
Ni con nuestra
conciencia podemos entablar un diálogo sincero y sin tapujos. En ese
sentido, las sociedades posmodernas han infantilizado el lenguaje en la
dirección de lo que se enseña en las escuelas bancarias : unos
detentan el capital-saber para que el resto, el elemento pasivo y
discente, salga de su crasa ignorancia. Un monólogo siniestro y
sospechoso. Y eso que todo en la vida, desde la cuna, es diálogo. El
monólogo es una quimera, una especie de locura mística para no
socializar la realidad tal como es.
Solo nos queda, al parecer,
una solución radical: convertirnos en bebés e iniciar una nueva andadura
para restablecer el Otro ausente, el emisor que se esconde detrás de
nuestra impotencia actual. Dicen que antes de dormir, los bebés entablan
diálogos significativos consigo mismo, buscando al Otro como referencia
para establecer un Yo saludable y veraz.
Ese presente que ahora
se nos niega ha estado desde que venimos al mundo plagado de preguntas
maternales. La figura de la madre, sostienen algunos estudios
psicológicos, nos hace preguntas frecuentemente para sondear nuestros
deseos y estados de ánimo. En definitiva, nos estimula para que
objetivemos nuestra experiencia individual y la comuniquemos con
autonomía a través de gestos y balbuceos propios, ensayos de acierto y
error para crear nuestra singular independencia posterior como adultos.
Hoy y ahora, el mundo ya no nos hace preguntas. Nos dice lo que debemos
hacer desde que amanecemos hasta que nos refugiamos en la oscuridad de
la privacidad hogareña. Haz esto se ha convertido en el paradigma de nuestra época frente al qué te pasa, qué piensas, qué te duele, qué quieres de nuestra madre biológica o putativa.
En suma, nos han cambiado a la madre conocida por un padre dudoso,
espectral, anónimo, imperativo. Quebrar ese círculo es tanto como quitar
la careta del Otro que nos oprime. El sentido de los significados sería
muy distinto"
http://rebelion.org/noticia.php?id=225402
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