El filósofo Santiago Alba:
"Hay algo así como una fuga organizada, colectiva, del
silencio, en cuyos abismos tratamos de no caer por todos los medios. ¿De
qué está lleno el silencio?
El silencio está lleno
de… palabras. De toda la chatarrería común, de todos los tópicos y toda
la hojarasca que nos ha metido el mundo. Pero está lleno también de
todas las palabras que no queremos escuchar; de esas palabras socráticas
contra las que se levanta, por ejemplo, la así llamada “industria del
entretenimiento”, pensada para evitar el silencio y el aburrimiento,
para “proletarizar el ocio” e impedir todos los procesos de
individuación que tienen que ver con la memoria personal, pero también
con la diferencia creativa. La música comienza en el silencio; la polis
en el aburrimiento. Una sociedad en la que está prohibido el
aburrimiento, matriz de todos los inventos, madre de todos los “vicios”,
es una sociedad en peligro de muerte. Más aún si se repara en el hecho
de que esos procedimientos materiales de fuga organizada –del turismo a
las nuevas tecnologías– erosionan al mismo tiempo la conciencia y el
planeta.
Estoy totalmente de acuerdo cuando afirmas:
“Lo que me parece mal –está mal– es que nuestras leyes no nos defiendan,
nuestras instituciones no nos protejan, y nuestros parlamentarios no
nos representen, y que, por este motivo, hayamos desconfiado no de
nuestros secuestradores, sino de la política misma”.
En efecto, el problema no son las leyes, a condición de que las hayamos
decidido nosotros y sean justas; ni las instituciones, a condición de
que sirvan para proteger a los ciudadanos; ni los parlamentos, a
condición de que realmente nos representen. El problema, en definitiva,
no es la democracia sino su ausencia o deficiencia. Tenemos que tener
mucho cuidado a la hora de distinguir las palabras y las cosas; y no
confundir a las élites que minan nuestras democracias con la democracia
misma. Ese es el camino por el que ha transitado siempre el fascismo, el
caudillismo, el autoritarismo. Tenemos que defender la democracia tanto
de los “demócratas” como de los antidemócratas.
¿Y la
juventud? El pensamiento hegemónico refiere que “ninguna generación ha
vivido mejor”. Creo que con toda la razón, contraargumentas que “tampoco
ninguna ha tenido menos perspectivas de futuro. Pero no solo eso:
quieren ser tratados como mayores de edad, y solo pueden serlo chocando
objetivamente contra el mercado. Hay revueltas del pan y revueltas
contra las golosinas, y las dos revelan el límite del capitalismo”.
La idea misma de ciudadanía se asocia, desde la Ilustración, al acceso
por parte de la humanidad, según la expresión de Kant, a la “mayoría de
edad”. Las dictaduras siempre han tratado políticamente a los ciudadanos
–y por eso no son ciudadanos– como a “niños”. Pero también los trata
como a niños, desde un punto de vista antropológico, el capitalismo
consumista. Nos soborna con mercancías baratas, con gadgets tecnológicos
y televisión basura. Los jóvenes de las “revoluciones árabes” se
rebelaron contra las dictaduras que los infantilizaban; los del 15M
contra la minoría de edad de los mercados: “no somos mercancías”. El año
2011 fue un momento de reivindicación global de ciudadanía por parte de
juventudes de diferentes países que vivían situaciones políticas
distintas, pero bajo un imaginario común; un momento de reivindicación
democrática de ciudadanía revertido trágica y rápidamente. La
advertencia, en todo caso, es clara: o se deja a los jóvenes acceder a
“la mayoría de edad”, dándoles medios económicos y políticos de
participación en la vida pública, o sus revueltas adquirirán formas cada
vez más identitarias y violentas.
“ Si no fuese colonialismo, el turismo sería en todo caso mala educación”.
No puedo dejar de pensar en que el “Forum de las Culturas de Barcelona”
se hizo de espaldas a la Mina, para que los clientes de los hoteles no
vieran la miseria y el abandono histórico de este barrio.
En
otro de mis libros hablaba del turismo como de una “mirada caníbal”, la
expresión más banal, más placentera, más inocente de esa prolongación
del aparato digestivo en que hemos convertido la reproducción de la vida
en Occidente. Hay motivos ecológicos para comer menos carne; y hay
motivos ecológicos, culturales y políticos para viajar menos. Desde un
punto de vista material, el planeta no puede permitirse 90 millones de
vuelos al año; y no hay que olvidar que, mientras son unos pocos
millones de personas las que se desplazan del sur al norte para buscar
trabajo o huir de la guerra –y tropiezan con todo tipo de obstáculos–
son 1000 millones las que lo hacen del norte al sur, sin que nadie las
detenga, para hacerse una fotografía. Este segundo tipo de
desplazamiento, destructivo ecológicamente hablando, es difícilmente
justificable en términos culturales: la industria del turismo convierte
el desplazamiento en lo contrario de un “viaje”; lo contrario –es decir–
de una experiencia individual transformadora. Los inmigrantes y
refugiados son individuos y viajan; los turistas forman colectivos
abstractos protegidos por pasaportes privilegiados y se limitan a
consumir experiencias manufacturadas. Estas experiencias manufacturadas,
por lo demás, exigen la adaptación de países enteros –con sus economías
y gobiernos– a las necesidades de esos colectivos abstractos, con lo
que eso implica de recolonización permanente de los recursos y de
marginación de las poblaciones. Digamos que la relación con el otro se
ha turistizado de tal manera que los occidentales tratamos
siempre a los extranjeros más pobres como si fueran inmigrantes o
refugiados, y ello tanto en nuestras metrópolis, donde aumentan el
racismo y la islamofobia, como en sus países de origen, en los que
contemplamos su pobreza como exótica o merecida y su disposición a
servirnos como jerárquicamente natural. Nos lo comemos todo: también las
imágenes del mundo y los seres humanos que lo pueblan. Vivir antes era
un viaje; y lo sigue siendo para los más desgraciados. Para nosotros es
una visita guiada; y entre nuestros derechos se encuentra el de ver a
alguien muriendo desde la ventanilla.
“El capitalismo
ha hecho realidad todas las utopías de la izquierda, pero volteándolas
en pesadillas…” Me recuerda las reflexiones de Bifo, devorar lo
antagónico para devolverlo en forma de mercancía…
Esa
es la primera utopía que el capitalismo hace realidad como distopía: el
viejo mito de la cornucopia, el cuerno de la abundancia de los cuentos
de hadas, soñado desde hace miles de años por todos los pueblos de la
tierra, verificado por fin pero trasladado a una forma –la mercancía– en
que esa riqueza que inunda el planeta resulta al mismo tiempo inasible y
mal repartida. El capitalismo –insitía Marx– ha producido más y mejor
que ningún otro orden económico anterior. El resultado es una pesadilla
muy parecida a la de Tántalo en el Hades griego: muerto de sed y
sumergido en el agua hasta el cuello sin poder beber. Las mercancías no
son “cosas” –pues ni se usan ni mueren– y además están desigualmente
distribuidas. Nunca hubo tanta desigualdad entre un señor feudal y su
vasallo, ni económica ni cultural, como la que existe hoy entre Bill
Gates y un vecino de Móstoles (...)
Se ha
producido una subversión de la vieja y clasista memoria estereotípica de
la humanidad: “No solo los gitanos, los extranjeros, los pobres, son
peligrosos. Cualquiera –tú mismo– puede ser un monstruo. La normalidad
misma es monstruosa...”
Antes, en efecto, “los otros”
estaban lejos: bárbaros, extraterrestres, extranjeros. Hoy somos
nosotros mismos; o viven en nuestro propio edificio. La cultura de la
desconfianza cultivada por la soltería mercantil obliga a estar alerta
en las cercanías: puedo estar casado con un monstruo que entierra a sus
víctimas en mi jardín. La normalidad se ha vuelto sospechosa mientras la
lejanía –la de las élites que firman acuerdos secretos en despachos
cerrados– nos resulta tranquilizadora. Cualquiera puede ser un monstruo,
salvo los que nos gobiernan o nos roban nuestros ahorros (...)
¿Cómo
podemos explicar la barbarie en el Mediterráneo? ¿Cómo detener la
acumulación de cadáveres en la fosa común? ¿Hay esperanza en un espacio
potencial a un lado y otro de “miserias y resistencias compartidas”?
Ocurre que los europeos, sujetos morales normales, están al mismo tiempo interesados en
cerrar los ojos. En cada uno de ellos se libra una batalla
ininterrumpida entre la moral y el interés. Y entonces llegan los
gobiernos y los partidos políticos e inclinan la balanza. ¿Qué hacen?
Nos autorizan a anteponer el interés a la moral: es justo, es legítimo,
es más “francés” o más “húngaro”. Este proceso de “autorización de la
indiferencia” lo hemos vivido en otros periodos de nuestra historia. Por
eso yo hablo de un Weimar global en el que la pérdida de credibilidad
de la democracia, unida a una severa crisis económica, convierte a los
europeos en “refugiados”. Porque son ellos –nosotros– los verdaderos
refugiados. Si refugiarse quiere decir –según su etimología– “huir hacia
atrás”, no son los sirios o los afganos los que buscan “refugio” sino
los gobiernos y los ciudadanos europeos, de vuelta a los años 30 del
siglo pasado para construir un enemigo que, mitad dentro mitad al otro
lado del mar, fija los límites de los derechos humanos “universales”:
“los españoles primero”. En 2011, como decía antes, hubo una posibilidad
de democratización común del mediterráneo. Su derrota ha llenado el
mediterráneo de cadáveres y Europa de protofascistas.
Para
terminar, es elocuente y paradigmático el paralelismo que planteas
entre los actuales refugiados y migrantes con la llegada de los
“bárbaros”, como paradoja de la decadencia de la civilización
occidental.
Sólo un pacto entre los “refugiados” del
interior y los “bárbaros” que presionan en nuestras fronteras; sólo un
pacto basado en los Derechos Humanos podrá evitar que –como ya está
ocurriendo– unos y otros se radicalicen: neofascistas y yihadistas,
mezclados ya en los territorios, un poco indiscernibles entre sí,
acelerando el proceso de desdemocratización global. Si el capitalismo
es, además de un orden económico, una civilización y está en decadencia,
el postcapitalismo puede ser aún peor: una generalización de la
barbarie –tribal, identitaria, religiosa– en un mundo de “armas
nucleares sin fronteras”. Nunca ha sido más necesaria la política como
defensa común de la fragilidad compartida (...)
Mi
convicción es que, en efecto, el particularismo tribal europeo no sólo
ha robado vidas y riquezas sino que nos ha robado un legado universal:
la razón con sus límites, la sensibilidad con sus grilletes de flores,
el Estado de Derecho, el republicanismo, los Derechos Humanos, el
laicismo, el feminismo plural, todos esos milimétricos progresos que,
contra el colonialismo, el patriarcado y el capitalismo, ha hecho la
Humanidad en su conjunto. Puede que la humanidad la hayan definido
hombres blancos ricos y heterosexuales, pero hay que preguntarse si la
han definido de tal manera que valga la pena ampliar sus límites a las
mujeres, los “negros”, los homosexuales, etc. (como se extendió el
derecho al voto a las mujeres y a los más pobres)"
https://www.rebelion.org/noticia.php?id=247340
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