Mi padre era un carpintero que solía cambiar muebles por libros que casi nunca leía. “Para qué tenés esos libros si nunca los lees”, le pregunté yo alguna vez. Con la sabiduría de un hombre humilde, me contestó: “porque los libros no le hace mal a nadie y siempre hay alguien que sacará provecho de ellos”. A la edad de mi hijo, con ocho o diez años, yo no vivía estresado como él por mis pruebas en la escuela. Cada día me hacía mi café (sí, tomaba café, té y los sábados les robaba el vino a los empleados de mis padre) y leía un artículo de la enciclopedia. Por las noches leía a escondidas Shakespeare en español, porque tenía terror que mis amigos me consideraran maricón por semejante afección. Yo iba a la escuela más pobre de mi pueblo, la 127, donde cada vez que llovía afuera llovía adentro también. No había calefacción pero nuestras maestras tampoco nos acosaban con las notas.
En 1999 renuncié a enseñar tecnología a adolescentes de trece años bajo argumentos que luego publiqué en algún diario: cuanto más bajo en la escala educacional, más preparación didáctica es necesaria, algo que yo carecía por completo. Por otra parte, el sistema educacional se basa en un error al no reconocer que el cerebro de un niño pasa por diferentes etapas hasta alcanzar la madurez de un hombre de veinte años. Hay una etapa emocional, otra social, otra estrictamente intelectual, etc. Cualquiera lo puede observar echando una mirada profunda a su propio pasado. Claro que los intereses y las capacidades individuales varían, pero el proceso de maduración intelectual y emocional es más o menos universal.
Es aquí, en Estados Unidos, donde veo el problema central del éxito: la pasión por el trabajo intelectual está destruida en la mayoría de los casos. En nuestro mundo crecientemente automatizado, cada vez es más necesaria más educación para lograr la misma seguridad laboral de generaciones anteriores. Básicamente por un problema ideológico: cada vez se le exige más al 99% mientras el 1% acapara cada vez más los beneficios de dicho progreso tecnológico. Un salario universal podría ser una solución parcial a un problema mayor. ¿Seguiremos insistiendo con una mayor e ilimitada efectividad? ¿Efectividad de qué? ¿Para ganar, para llenarnos de medallas de oro mientras el resto del mundo se muere de hambre, por los conflictos, o simplemente se suicida con sus “teléfonos inteligentes”? ¿Es necesario recorrer el arduo camino de los genios para terminar siendo unos depresivos adictos con claras deficiencias intelectuales y emocionales?
Mi padre me envió a la capital para terminar la secundaria. En mi melancólica soledad de Montevideo, por estudiar día y noche la teoría de la relatividad de Einstein, tenía muy malas notas en física, por leer a Sartre, a Kierkegaard, y a Sábato, tenía pésimas notas en literatura. Mi padre nunca me observó ni se fastidió por tantos fracasos; solo se limitaba a decir: “Cuando uno quiere, sube al cielo en una escalera de piola”.
Aquella pequeña gran sabiduría de mi viejo la compruebo cada día como profesor, como padre: de nada sirve tanta presión. A la larga, mil veces más importante que las habilidades es querer hacer algo. Sin embargo, casi toda la educación está organizada para matar la pasión por el conocimiento y la curiosidad intelectual. Todo con nuestra ayuda, si no de profesores al menos de padres que presionamos a nuestros hijos en un mundo híper competitivo para que no sean más desgraciados de lo que serían sin esa misma locura.
Sin embargo, de poco o nada sirve el rigor militar fuera de los cuarteles. No se puede amar ni esperar ser amados a la fuerza. Si no se ama, el amor es solo una palabra vacía. Como la vida, si no se vive.
Ese debería ser el objetivo central de toda educación: no el éxito de los esclavos sino la pasión de los libres"
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