Michel Feher:
"Una natalidad en declive, una hostilidad creciente hacia los extranjeros y una deflación crónica: la combinación de estos rasgos distintivos convertirá pronto a Europa en un asilo de ancianos fortificado donde, según sus recursos, los residentes achacosos podrán consagrar el tiempo que les queda a gestionar sus carteras o a exaltar sus raíces. ¿Sigue siendo posible contemplar otra salida? (…)
El tejido industrial de Europa del sur resistió mientras la devaluación de las divisas seguía siendo una opción, pero desde el principio de los 2000 la creación de la zona euro lo descompuso rápidamente. Un nuevo orden económico se puso entonces en marcha, fundado paralelamente sobre las exportaciones de las potencias septentrionales, el endeudamiento de sus adversarios meridionales y la explotación de los trabajadores de Europa central y oriental. En lugar de invertir en el conjunto del territorio europeo, los países del norte se decantaron por subvencionar la adquisición de sus productos –fabricados en gran medida en su hinterland post-soviético–prestando sumas considerables a las naciones mediterráneas en vías de desindustrialización.
Algo enmascaradas por el acceso del crédito del Sur –tanto para gobernados como para gobernantes– y también por la moderación salarial que los Estados del norte infligen a sus ciudadanos –por miedo a que la inflación perjudique la competitividad de sus industrias exportadoras–, las disparidades sociales y regionales acrecentadas por préstamos y subcontrataciones que forman la trama económica de la Unión Europea se ponen al descubierto tras el crack de 2008. Si el ansia de los Estados por intervenir –para salvar al sector bancario de la bancarrota– hace pensar en un primer momento en un resurgimiento del keynesianismo, los dirigentes europeos no tardarán, bajo los auspicios de Alemania, en adoptar el camino opuesto transfiriendo el coste del rescate de las instituciones financieras hacia sus propios conciudadanos.
Austeridad y fuga de cerebros
Desde el invierno de 2010, a través de la contracción de los presupuestos sociales y la reducción de los costes de trabajo, los poderes públicos se esfuerzan por restaurar la confianza de los mercados de renta fija en su propia deuda. Ya golpeados de lleno por la Gran Recesión de 2009, los países de Europa meridional serán propiamente devastados por las medidas destinadas a restaurar su atractivo a ojos de los inversores.
Su empobrecimiento ha impedido sin duda a los europeos del sur cumplir con la función de importadores de productos del norte que les había sido asignada hasta el momento. Por ello, el gobierno de Berlín y sus secuaces dentro de las instituciones europeas no dudaron en sacrificar el poder de compra de sus antiguos clientes. Antes incluso del inicio de la crisis financiera, los exportadores alemanes ya se habían desplegado hacia China y los Estados Unidos. Liberados de su dependencia respecto del mercado interior de la UE, se beneficiaron además del desempleo creado por las políticas de austeridad: estas les permitieron contratar los servicios de jóvenes licenciados españoles, italianos, griegos y portugueses abocados al exilio por falta de perspectivas en sus lugares de origen.
Los programas de consolidación presupuestaria impuestos por los dirigentes del norte –gracias al apoyo de sus colegas del este y a la diligencia de los “gobiernos de expertos” del sur– no olvidaron diseminar el odio y el despecho entre las poblaciones afectadas. Preocupados por orientar los reproches hacia objetivos menos inconvenientes que los proveedores de fondos cuyos deseos satisfacen, los electos europeos se esfuerzan entonces por promover los temas favoritos de la extrema derecha –el coste pretendidamente exorbitante de la inmigración y el odio del que han sido objeto aquellas personas ordinarias que se han quejado–, sin olvidar amonestar a los partidos populistas por propugnar soluciones excesivas para el “malestar identitario” del que se hacen eco (...)
Dando crédito a las fobias azuzadas por las formaciones nacionalistas, los dirigentes europeos no han dejado de perseguir un objetivo doble: se trataba de debilitar la oposición a sus recetas económicas, incitando a los electores de indignación nostálgica a dejarse seducir por auténticos reaccionarios, y al mismo tiempo de convencer a los ciudadanos indignados por un resurgir de una derecha abiertamente racista para actuar de barrera, otorgando sus votos a los defensores del statu quo.
El uso de la extrema derecha tanto como vía de salida a las frustraciones suscitadas por el sometimiento de los elegidos a sus acreedores, como a modo de repelente en cada cita electoral, fue eficaz hasta el invierno de 2015. Desde entonces, hay que hacer frente a dos desafíos imprevistos: por un lado la victoria en Grecia de una izquierda hostil a los dictados de Berlín –cuando el miedo a los fascistas de Amanecer Dorado debía asegurar el mantenimiento del poder a la coalición de derechas– y, por otro, la decisión de Angela Merkel de abrir las fronteras de Alemania a los refugiados sirios –cuando un año más tarde el abandono de la operación italiana Mare Nostrum, consagrada al rescate de los barcos de migrantes a la deriva, señalaba que en Europa “humanitario” ya solo rimaba con “efecto llamada”(…)
Intransigentes en su voluntad de ahogar los últimos impulsos de generosidad que han atravesado el continente, los dirigentes europeos, al contrario, se han mostrado complacientes frente a las erupciones pestilentes, cuyas manifestaciones más estridentes han sido la campaña de los partidarios del Brexit y de Donald Trump. Si el trampantojo que ha constituido la victoria de Emmanuel Macron sobre Marine Le Pen pudo momentáneamente crear ilusiones, a partir de 2017 la estrategia consistente en integrar los discursos y prácticas de la extrema derecha y, al mismo tiempo, usar a sus representantes a modo de espantapájaros, ha dado lugar a un proceso de alianzas más o menos formalizado.
A la participación o apoyo de los partidos marrones a los Gobiernos italiano, austriaco, finlandés, belga, búlgaro, eslovaco y danés, se ha sumado la aprobación de Angela Merkel a la derecha bávara en su creación de un “eje” (sic) entre Berlín, Roma y Viena destinado a luchar contra la inmigración ilegal y las concesiones sin fin de las instituciones comunitarias hacia los grotescos impulsores del “Grupo Visegrad”. Puede también destacarse el dispositivo inspirado en el Retrato de Dorian Gray, en Francia, donde la verdad política del yerno ideal del Eliseo se inscribe en una máscara haciendo una mueca, que sirve de rostro a su ministro del Interior.
De un suicidio a otro
El color azul-marrón de la Europa actual debería facilitar su entendimiento con los Estados Unidos de Donald Trump. Pese a su desacuerdo respecto a la cuestión de la desregulación climática –que la administración republicana niega mientras la Comisión de Bruselas se jacta de llevar a cabo un combate compatible con el mantenimiento del valor accionarial de las empresas contaminantes–, los aires de convergencia abundan: en el ámbito del dumping fiscal –donde Irlanda, Luxemburgo o los Países Bajos tienen los mandos–; de la desregulación financiera –donde, en respuesta al desmantelamiento del dispositivo Dodd-Frank, los bancos europeos han obtenido el derecho de calcular a su antojo la exposición al riesgo de sus activos–, y por último en el de la fobia migratoria, los dirigentes de la UE no tienen en efecto nada que envidiar a sus homólogos de Washington"
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