Y para más símbolos, el paracaidista con la bandera de España termina abrazado a una farola: para caídas, esa...
Daniel Bernabé:
"Los estadounidenses celebran su día nacional conmemorando una guerra de independencia, los franceses lo hacen recordando una revolución, nosotros, los españoles, tenemos nuestro día nacional situado en algo así como el acontecimiento fundacional de un imperio, y quizá aquí se halle la explicación para que seamos uno de esos países que está recostado permanentemente en el diván contándole al psicoanalista, entre la pesadumbre y el aburrimiento, sus problemas de identidad.
Mientras que los italianos, por poner un ejemplo concreto, andaban en el siglo XIX desangrándose para unirse en algo que no existía, Italia, los españoles andaban desangrándose por mantener un imperio en decadencia que no era suyo, sino del que eran parte. Por mantener algo que existía pero que iba a dejar de existir. Franceses y británicos aprovecharon para quedarse con los restos.
Mientras que otros construían su comunidad imaginada, la nación, nosotros empezamos a construir la nuestra contra los franceses, pero la cosa se quedó a medias porque la otra identidad, la del Imperio Español desmembrándose, se quedó con la energías y los entusiasmos. En resumen, a Rolex o a setas, que dicen los vascos. La cosa se quedó a medio hacer y lo que restó de siglo fue una lucha entre una cierta idea de progreso y reacción, que fue lo que nos contó Galdós en muchos de sus libros, primera manifestación literaria plenamente nacional.
A la segunda, ya generacional, la del 98, se le quedó en la cara y en la letra el rictus serio, que es lo que pasa cuando sabes que lo que viene es tan malo como lo que no acabas de dejar: Abascal y Fernando VII, con toda una serie de oscuros y sanguinolentos personajes mediando entre ellos, forman parte del mismo hilo histórico, ese que despreció a Alejandro Sawa, cronista netamente moderno de una carrera que resumió en un libro titulado Declaración de un vencido, por regodearse en Pedro Luis de Gálvez, un desgraciado cuyo único talento fue aprovechar el cadáver de su criatura para pasearlo en una cajita por las tabernas y forzar la sordidez de la limosna.
Si hablamos tanto de la nación es porque la máquina ideológica de la nación funciona, nos guste o no. Todas las máquinas tienen un sólo uso, y el de la nación es dotar de un anclaje sentimental al Estado. Morir en una guerra por la oficina del catastro no es lo mismo que hacerlo por la grandeur, emociona claramente menos. Alguien se dió cuenta -ese señor llamado proceso histórico- que para unir territorios, para que se pudiera comerciar sin cambios de moneda, ley y medidas cada veinte leguas hacía falta un Estado, y a ese Estado una idea que provocara identidad y pertenencia.
Esa máquina, una vez puesta en marcha, ha tenido un sólo uso, pero ha servido para diferentes aplicaciones. A veces progresistas, como en África, Asia o América Latina donde los procesos de descolonización se basaron en la nación pero, además, caminaron rápidamente hacia el socialismo: ni en Cuba, China o Vietnam se podía haber librado una guerra revolucionaria si antes no hubiera habido una por la emancipación del país.
La aplicación reaccionaria es la que ustedes, a poco que sean despiertos, ya habrán notado: la patria es la manera de hacer pasar los intereses de unos pocos por los deseos de la mayoría. Por eso cuando alguien dice esto es bueno para España normalmente suele querer decir que es bueno para tal o cual gran empresa, y en términos generales, bueno para una clase muy determinada de personas, esas a las que hemos bautizado como las del Ibex.
Pero entonces llegó el neoliberalismo, esa restauración victoriana sin enaguas pero con squash y tecno-pop, y se imaginó que podía prescindir de las ideas religiosas e incluso nacionales, y por supuesto acabar con las de clase. Lo último le salió a la perfección. Lo primero no. En tres décadas, casi ya cuatro, hemos tenido un califato en el sur del Mediterráneo y un resurgimiento de la ultraderecha nacionalista, por citar dos plagas. Es lo que sucede cuando abusas de ambición fraccionadora, que al final entra una angustia considerable y queremos ser parte de algo mucho más más grande. No siempre bueno.
“El verdugo es mi suegro, yo sólo estoy aquí para que no me quiten el piso”. Con esta brutal frase resumía uno de los personajes más tremendos de Berlanga su relación con la identidad. Un tipo que hereda el trabajo del suegro por heredar el piso, que piensa que podrá esquivar la carga que toda asunción de identidad lleva consigo, pero que acaba siendo lo que en principio juega a ser. Para que no nos quiten el piso, por sentirnos más solos que la una mientras que la tormenta de la crisis arreciaba, por creernos algo más que ese vecino con otro tono de piel o acento, nos agarramos a las banderas. La roja pretendía ser mundial, pero se arrió una Nochebuena y nos dejó a los obreros a solas perdidos entre colorines.
Si España empezó a medias, si en el primer tercio de siglo La visita del obispo fusiló a la Tertulia del Pombo, en este principio de siglo XXI la idea de España ha vuelto con más fuerza que nunca. La trajo Zapatero con el patriotismo constitucional -como muchas de las cosas que hizo con buena intención, en este caso unir la idea cívica a la nacional- pero al final se quedaron con ella los de siempre, que pregunten por la sede de FAES.
Aznar colocó aquella gigantomaquia banderil en Colón, precisamente el personaje que da sentido al 12 de Octubre, cuando algunos pensamos que debería estar, algo más pequeña, eso sí, en la Plaza de la Paja, donde ahorcaron a Riego. Lo primero por dignidad nacional, lo segundo para recordar a los que se llama paternalmente “el pueblo” que fueron cómplices gozosos de aquella infamia.
Con el lógico furor adanista que vino tras el 15M se nos olvidó que las luchas para resignificar las líneas nacionales de España no habían sido nuevas. El caso es que mientras que los intelectuales de la política del cambio daban vueltas en torno a aquello, la restauración nacional de la derecha se nos había colado por ósmosis de bandera: la sacamos felices para celebrar los éxitos deportivos y cuando nos quisimos dar cuenta la estábamos empuñando contra los catalanes independentistas. A por ellos, cuando en el fondo ellos éramos nosotros.
Si la idea nacional funciona como máquina sentimental de complicidades, si la victoria por la apropiación nacional ha sido para la derecha, hoy y en el 39, donde además de matar a la revolución se nos robó el país con ayuda de alemanes, italianos y rifeños, ¿es España irreformable como idea política progresista?
Max Aub, que consiguió volver al país para no reconocerlo, como esas aves que no sienten a las crías que cayeron del nido, escribió un cuento donde a un obrero, muerto por un golpe de calor, se le parten las piernas para que encaje en un ataúd que llega como esas camisas prestadas, tarde, mal y sin las medidas adecuadas. La izquierda no encaja en España, España no ha encajado en la izquierda, porque se ha olvidado que las ideas siempre tienen una medida, una base real de la que parten.
Que España como idea sea de la derecha es el resultado a que como país también lo sea. Si las grandes empresas, la judicatura, los cuerpos armados, la religión, los informativos y hasta el entretenimiento son en su mayoría de derechas, es decir, lo que constituye los engranajes de un país, es normal que su idea también lo sea. La izquierda no puede transformar sólo la idea de país si no aspira a transformar también el país en sí mismo, apelar a su imagen apelando también a su fondo. Pero para eso la izquierda primero tiene que librar definitivamente su pugna interna y ver qué camino quiere tomar: el de la fascinación posmoderna o el de su hilo rojo.
Y luego entender España, sin arrogancia pero también sin paternalismo.
España es tan dramática como trágica, lo que significa que tras la representación esperanzada suele venir el desastre. No hay fatalismo, hay dos siglos de pasodoble entre Sorolla y Zuloaga. Lo cual no implica que el resultado deba ser ese. No todas la verbenas acaban en navajazos, algunas también son como el día de Fiesta de Serrat.
Tras el drama de el proceso independentista catalán vendrá la tragedia de la sentencia al mismo. Quizá los que quieran transformar España en líneas progresistas deban empezar por atender esta cuestión, no por escorarla, como si no fuera con ellos. Un país, que quiera aspirar a algo más que a ser una máquina de imposiciones de una parte muy pequeña de su población, debe ser capaz de integrar a aquellos incluso que quieren abandonarlo. Hay todo un proyecto de involución reaccionaria jugando desde hace unos años justo en los parámetros contrarios.
Si no podemos obviar los Doce de Octubre ni los Onze de Setembre, si España no puede dejar de ser dramática, al menos intentemos que deje de ser trágica. Que el humanismo de Machado se imponga al sentimiento unamuniano, que la valentía de Nakens quede por encima del oportunismo de Aznar y Zubigaray, que García y Galán entren en los cuarteles y Millán Astray salga de ellos. Que las verbenas se escuchen más que las fiestas de sociedad, que las asambleas sindicales se impongan a los consejos de administración, que la voz del último de los españoles valga tanto como la del primero"
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