El economista Juan Torres realiza un pequeño
experimento mental en plena pandemia. Imagina unos extraterrestres avanzados
que estudian la organización humana. Y descubren:
Que el líder máximo de la máxima potencia recomienda
bañarse en sol e inyectarse desinfectante para combatir al virus.
Que los líderes de todos los países que le restaron
importancia al comienzo ahora se sofocan ante el destrozo social de la epidemia
y tras confinar medievalmente a sus poblaciones, y golpear y desinfectar como
ganado a tantos en las calles que no tienen donde confinarse, se percatan de
que se requiere cooperación global en la búsqueda de soluciones. Pero los
organismos globales como la ONU donde sentarse hace tiempo que perdieron
autoridad y apenas llegaron a alcanzar nunca alguna efectividad por obra y
mandato de la superpotencia.
Que el líder de la superpotencia, de hecho, retira
en esos días los fondos a la Organización Mundial de la Salud, por otro lado hasta
entonces enorme cachiporra de las grandes farmacéuticas de los países
poderosos.
Que los científicos saben allí que millón y medio de
virus se agazapan en los ecosistemas y van siendo liberados a medida que los humanos
los destruyen con sus maquinarias deforestadoras y destructoras del suelo, y
sin embargo siguen dejando el descubrimiento de vacunas e investigación en
manos de grandes laboratorios privados que solo miran por el rendimiento a
corto plazo de los beneficios en las carteras de sus dueños.
Que en lugar de cooperar, todos estos organismos
estatales y privados compiten entre sí para lograr la jugosa patente de la
vacuna.
Que la superpotencia invierte 600.000 millones de
euros en gasto militar contra China, de la que luego debe requerir su ayuda en el
80% de medicamentos de los que carece por no haber invertido en salud.
Que la ausencia de cooperación internacional rompe
la cadena de suministros alimentarios, en un planeta que desperdicia más
alimento del que bastaría para eliminar el hambre aguda del más de 1000
millones de personas más necesitadas. En plena pandemia se tira a la basura un
montón de alimento, los campos se quedan sin recoger porque los inmigrantes
prohibidos que suelen trabajarlos andan atrapados en las fronteras. Comprueban
nuestros extraterrestres que el modo de producción y distribución alimentaria
del planeta significa enormes pérdidas ambientales, económicas y en vidas
humanas, además de poner las condiciones de nuevas pandemias a partir de su cruel
ganadería industrial.
Que entre esas destrucciones habituales la
contaminación ambiental mata a más de siete millones de personas al año y los
desastres ambientales a 600.000. Que el 40% de la población tiene problemas de
acceso al agua, que más de 2 millones mueren por simples diarreas, que la
subida del nivel del mar por el derretimiento de los polos amenaza a muchos
millones, que la deforestación arrasa al año la cuarta parte de España en
territorio vomitando CO2 a la atmósfera y calentándola, que para el 2050 la
mitad de la población vivirá en desiertos y que el vertido de sustancias
provocando resistencia a los antibióticos se convertirá en la mayor causa de
muertes en el mundo.
Que todos esos problemas podrían evitarse con 19
billones de dólares, mientras que mantenerlos y acrecentarlos supone un gasto
de 47 billones.
Que esos habitantes del planeta no tengan en cuenta
que después de ellos tendrán que venir nuevas generaciones que cargarán con
todo ese destrozo.
Que según la Unesco con el presupuesto de una
veintena de equipos de fútbol se subsanarían las necesidades básicas de una infancia
mundial crecientemente amenazada.
Que tampoco exista una respuesta global a la crisis
económica que se dejará cientos de millones de empleos por el camino, a la
exorbitante deuda mundial que generan en instituciones especulativas que marcan
el destino del mundo en juegos de casino, de inversiones 125 veces superiores a
las que requieren satisfacer sus necesidades básicas.
Que pese a la proliferación de credos e
instituciones religiosas que predican el amor y la cooperación, vivan en un
infierno de conflictos armados a los que se dedican innúmeros recursos.
Que, en definitiva, carezcan de conciencia como especie,
abocándose con sus decisiones a su propia extinción.
En una transposición filosófica, Kant hablaba del
carácter universal de una conciencia ética común a cualquier agente racional,
fuera humano o extraterrestre. Queda claro que resulta muy difícil señalarnos
como una especie racional. El propio Kant distinguió en su época, llamada
ilustrada, entre épocas de ilustración y una época ilustrada, el horizonte
lejano hacia el que deberíamos tender. No parece que vayamos a contar con el
tiempo suficiente para ello.
En una entrevista estos mismos días, el arqueólogo Eduard
Carbonell, responsable del proyecto Atapuerca, afirmaba que somos la única
especie terrestre con conciencia de especie, pero todavía carente de una
conciencia crítica de especie, exceptuando a una minoría. Lo que sigue
predominando en la mayoría son los rasgos del gregarismo jerárquico, de donde
emerge la mediocridad y miopía de sus líderes y grandes propietarios.
Chomsky señala igualmente con tristeza que quizás
demostramos no ser una especie viable como especie racional.
La sociología de los países ricos hace prevalecer el
miedo de cortas miras de sus segmentos instalados a la pandemia, deseosos de
recuperar la normalidad que estamos describiendo aquí.
La pintada viral en un muro de Hong Kong reza: No quiero volver a la normalidad. La
normalidad era el problema.
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